sábado, 25 de agosto de 2012

Estar gordo debería ser obligatorio... una vez en la vida.

Ya está bien de flagelarnos por ser gordos. No hemos matado a nadie. Ahora que ya no soy un adolescente amargado ni un jovencito angustiado puedo decir que perdí el tiempo compadeciéndome de mí mismo cuando lo tenía que haber gastado en leer más libros, en ver más películas, en viajar más, en saber más idiomas y ¿por qué no? En adelgazar... Bueno, vale, el caso es que no adelgacé... pero estoy relativamente contento de cómo fui construyendo mi vida, y de los libros que leí, de las películas que vi y de los viajes que hice. Tengo, y quiero y puedo reconciliarme con mi pasado. Solo me arrepiento de haber perdido mucho tiempo pensando en que estaba solo como si eso en el fondo me consolara, cuando había gente dispuesta a hablar, a compartir, a quererme. Pero también he aprendido de esos momentos. He aprendido que soy débil y que, en el fondo, las únicas barreras en la vida son las que me he puesto yo mismo. A veces, estando solo, y estando gordo (¡ojo!) también he sido feliz. Ahora voy a contar (perdonadme) una de las experiencias más descarnadas de auténtica felicidad que he tenido en mi vida. No diré que cuando nacieron mis hijas, ni cuando di el primer beso... eso es otra cosa. Yo hablo de felicidad física, natural, de una sensación inexplicable que llega por un motivo inexplicable. Pues bien, yo debía tener quince años o por ahí. Vivía en mi pueblo y, como siempre, recibía clases particulares en verano porque me habían quedado dos o tres (para mí septiembre sigue siendo el mes de los exámenes de recuperación). Pues bien. La clase de inglés la tenía muy temprano, a las ocho o por ahí, y aunque no vivía muy lejos iba en una moto que era de mi padre. No era una gran moto. Era una moto tocha, gorda, como yo mismo. Ni mucho menos era la que más corría pero me soportaba y le cogí un cariño especial. Bueno, pues yo iba camino a las clases con mi moto. Serían las siete y media de la mañana, en un pueblo de Andalucía, fresquito, con una luz preciosa, nadie por las calles y sentí una sensación que todavía hoy me emociona recordar. Juro que me daba igual estar gordo, me daba igual no tener novia o pensar que no la tendría jamás... estuve como una hora o así sintiéndome libre verdaderamente y en la cima del mundo. Adiós clase de inglés. Hola felicidad. Puede que sea una gilipollez. Pero pienso que ser como era en ese momento, ser quien era en ese momento, me dio la oportunidad de disfrutar así de la felicidad. Y hoy en día no me cambio por nadie. Ni por quien haya perdido la virginidad a los quince, ni por quien tenga una cabeza privilegiada en un cuerpo para el pecado. Pienso que la inseguridad te da cosas y te quita otras. Una de las cosas que te de es la ironía, otra que puedes no tomarte a ti mismo demasiado en serio, y otra, que desarrollas un sexto sentido estupendo para reconocer a un/una gilipollas a una enorme distancia.
Mi moto... mi Rosebud ¿dónde estará?
Por cierto la anécdota esa de la moto no terminó muy bien porque ese día yo dije en casa que había estado en clase pero el profesor se había encontrado con mi madre y le había dicho que no estuve. Una gilipollez así fue el colmo para mis padres que decidieron que yo necesitaba ir a un psicólogo porque estaba teniendo una adolescencia difícil. A mí me encantó la idea y entonces... bueno, eso ya es otra historia.

4 comentarios:

  1. Esos momentazos de la vida no suelen ser comprendidos por nuestros padres... pero tampoco supimos explicarlos (de ser así, ellos no se habrían enfadado contigo por no ir a clase, ni hubieran pensado que necesitabas un psicólogo).

    No todo el mundo ha sentido esa sensación de libertad que nos cuentas. Tú eres afortunado y además lo sabes, eres consciente de ello (eso es lo mejor, ja ja ja).

    Saludos variados :-))

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    1. Creo que con quince años ni nosotros vemos a los padres como son realmente ni ellos son capaces tampoco de darse cuenta de qué pasa por nuestras cabezas. Ahí está la (des)gracia de la adolescencia ;-))

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  2. Qué reflexión preciosa. ¿Sabes que me sigue impresionando a mí? que siempre me he sentido gorda, aún cuando no lo he sido. Veo fotos de cuando tenía 15 años y recuerdo el sentimiento de entonces. Por Dios, si era preciosa...Incluso cuando pesaba 56 quilos, medio anoréxica, me sentía gorda.
    Lloré como una posesa viendo la película "Gordos". Si no la has visto, te la recomiendo.
    Tal vez es que haya que dejar de sentirse gordos para dejar de estarlo, que esa sea la verdadera dieta.

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  3. Tienes razón... pero ser gordo no tiene por qué estar unido a estar aislado, sentirse solo, ser infeliz. Esa tendencia que hemos tenido algunos en la adolescencia es muy mala para nosotros mismos. Mucho más malo que tener unos kilos de más.

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